A finales de los años setenta circulaba un relato que consternó de alguna manera la comunidad de mi ciudad.
Cuando concluían los noventa una estudiante de secundaria se aventuró en un certamen literario describiendo el suceso y logró obtener una mención.
Cuando descubro esto, a fines del año dos mil, rememoro los hechos y los transcribo tal cual ocurrieron.
Cabe aclarar que soy el menor de los hijos…
Al principio curaba la ojeadura, un plato hondo con agua y unas gotas de aceite oficiaban de diagnosticador.
Un día, se dio cuenta que la mayoría de los vecinos requerían de sus méritos y se atrevió un poco más, intentando con los dolores de muelas.
Ataba un hilo en el dedo pulgar de la mano que indicaba el lugar donde existía el malestar. (A la derecha o izquierda)
Cuando su cocina comenzó a estar concurrida por toda la barriada, se dedicó a tiempo completo y no solo aliviaba distintas dolencias, sino que también, anunciaba embarazos, obrando certera en la revelación del sexo, siendo infalible en todos los casos, su sentencia.
No era una mujer gorda, aunque su contextura correspondía a un cuerpo robusto, el metro sesenta era parte de su ancha cadera y voluminoso busto, de facciones agradables, mejoraba su aspecto cada vez que sonreía porque mostraba la totalidad de los dientes que aún mantenían el brillo de los años de juventud.
Los ojos grandes y verdosos, enmarcados en una cara bien redonda, con una cabellera invariablemente atada de color indefinido, entre ceniza y castaño.
Su edad, un misterio, creo que cualquiera sería al momento en que se pretendiera adivinar, la disimulaba ante la ausencia de arrugas.
Otra curiosa característica era una perrita histérica, que hacía las veces de portera con su ladrido intermitente y latoso.
No era una sorpresa saber si andaba cerca, porque Virulana, ese era el nombre del animal, siempre la anticipaba.
Doña Felipa era de todas las épocas, todo aquel que en suerte la conocía, coincidía con la misma imagen, daba la impresión que el transcurso del tiempo no hacía mella en ella.
Su olor impregnaba los espacios, se acentuaba cuando nos aventurábamos en su casa.
Era el olor típico de comidas indefinidas, pero respondían a una sola substancia, la mezcla de humedad, sudor y ajo.
Conformaba ese tufillo parte de su esencia, por eso el día que mamá enfermó, no dudé que fue ella, quien, la frecuentaba.
Siempre calzaba unas chancletas grandes que evidenciaban pies pequeños, sin reemplazarlas siquiera en los días rudos del invierno, su arrastrado andar traía a la memoria una semejanza al cloquear de las gallinas.
Su mayor obsesión consistía en encender velas.
Cada tratamiento respondía a la invocación de algún santo y al obtener su intersección, implicaba, invariable, su conveniente tributo en señal de reconocimiento y devoción.
En un galponcito enclenque, apuntalado con tablas semipodridas, ubicado al final del pasillo y lindante al gallinero, se ocupaba, entre estampitas y estatuillas a celebrar el ritual de la candelaria.
Casi de manera ininterrumpida ardían siete u ocho en reconocimiento al favor recibido y acorde a lo grave de la situación, el tiempo de vigilia.
Cierta tarde, producto de un descuido y la puerta mal cerrada, la mascota de algún vecino, profanó la intimidad del santuario y en el mismo instante que Virulana descubrió la presencia del intruso, entre una desbandada de lauchas y cucarachas ocurrió el percance.
El fuego, resultado de la persecución entre perra y gato y algún cirio mal apagado, amenazó con terminar con el cuchitril sino fuera por la providencial intervención de don Carlos, que al ver corriendo despavorido al entrometido, oler el humo y ver una espesa nube, asaltase el tapial lindero y ayudado por una manguera sofocase el siniestro rescatando la perra, que, a esa altura, se desgañitaba aullando, atrapada por el incendio.
Pero el día que Virulana quedó chamuscada, derivó en el punto de inicio para que doña Filipa, abandonara los velados y se consagrara a cosas relevantes.
Cuando mamá se descompuso, lo primero que pensamos fue que se trataba de una afección pasajera y durante un par de días la intranquilidad se reducía en aliviarle una leve indisposición y unos esporádicos espasmos, pero al tercer día, cuando el dolor apareció y los vómitos se hicieron constantes, papá preocupado llamó al médico.
La internaron de urgencia y a las pocas horas decidieron operarla.
El resultado fue un mazazo a nuestra inocencia, mamá tenía cáncer y a los cuatro días, en una siesta que se tornaba triste en la sala del sanatorio, ella decidió dejarnos…
Y es aquí sobre este suceso que hasta el día de hoy no imagino y no puedo dejar de ignorar, es que redacto estas líneas a título de testimonio…
Sin consuelo nos encontrábamos cuando escuchamos, leve al principio, lo que parecía un cacarear de gallinas, acompañado por ese aroma tan familiar de; sudor, humedad y ajo que ahora se acentuaba, por el hedor a pelo quemado de la ridícula perra, que, además, emitía por gruñido un sonido similar a un silbido asordinado.
Ahí estaba doña Filipa, al final del corredor y necesitados de cobijo corrimos a su encuentro para colgarnos de sus faldas y dar rienda suelta al llanto.
Entre hipadas y sollozos la oí murmurar, desorientado aún, traté de comprender que intentaba y noté que mis hermanos se habían calmado y yo, mas tranquilo, percibí que nuestra consoladora rezaba.
Invocaba una bella oración dirigida al alma de mi madre, algún tiempo después supe que se trataba de una letanía.
Volví a emocionarme, pero no con amargura, sino lo contrario, suspiraba con alegría al distinguir que mamá se encontraba bien, por fin en paz, lejos de los tormentos de las últimas jornadas.
Recordaba los hechos de hace algunas horas, la incertidumbre, el sufrimiento, la agonía y lo inevitable.
De súbito me di cuenta que ninguno, ni siquiera papá, alcanzó a despedirse.
No sé cómo, doña Filipa, desnudó ese pensamiento y acariciándonos el rostro a los tres dijo:
-Se lo que les pesa y creo que podemos solucionarlo…
Aguardábamos conteniendo la ansiedad que papá saliera de la pieza.
El cuadro que vimos terminó derrumbándonos, era un hombre devastado, su desolación era infinita, trató de disimularla improvisando una sonrisa, pero dos gruesas gotas que corrían impúdicas por sus mejillas lo traicionaron.
-Lo siento tanto mis chiquitos, gimió.
Cuando todos desahogamos las lágrimas, Flavia insistió en verla.
Papá se resistió argumentando que en esos momentos estarían preparándola para llevarla a la funeraria.
En un arranque de agitación, Marcos, ignorando la voluntad de papá se precipitó hacia la habitación, pero doña Filipa con una agilidad insospechada se antepuso ante todos e ingresó primera seguida por Virulana que se coló debajo de la cama.
Una extraña luz se filtraba entre las cortinas entornadas, la penumbra que se adueñó de todo resaltaba la figura de mamá y una blancura diferente revelaba sus facciones casi emparejando el color de las sábanas.
Revolviendo entre sus faldas, Felipa, saco algo, una vela, azul.
Sobre la cabecera, una vez encendida, vertió unas gotas de cera y la pegó.
Molestos y un poco enfadados intercambiamos miradas interrogantes.
Con un sobresalto la puerta se cerró repentinamente.
La llama atrajo nuestra atención, impresionaba tomando diversas formas, cada vez mas resplandecientes, cambiaba ente un tinte añil y un brillo titilante.
La imagen de una estrella diminuta se hizo presente, irradiando un tono azulino, los reflejos gobernaban los espacios y todo transmutó al violeta.
Aquí es donde creo que terminamos hechizados por un extraordinario influjo…
Los destellos guiaban la situación, hasta que se convirtieron en un solo fulgor, algo único, un ser, todo resultaba uno.
Entendí, sin saber que ocurría, comprendí que estaba en el mas allá, un signo dentro de la sala, internamente en cada uno de nosotros.
-Digan: Susurró Filipa.
Lo único que se nos ocurrió fue articular al unísono: mamá.
Algo intervino en la percepción como si pretendiese mitigar la aflicción y experimentamos una extraña sensación de alivio reconociendo una esperanza de volver a ser felices.
Poco a poco la estrella comenzó a desvanecerse., al cabo de un rato estábamos mirando la llamita de lo que quedaba de la exangüe velita.
El cuerpo inerme no era el mismo, su aspecto, ahora gris me resultó desagradable, observé la boca rígida, entreabierta, y asumí la real conciencia de mi desgracia.
Papá miró a doña Filipa y le obsequió un gesto de agradecimiento.
Un ladrido nos sacó de la conmoción, la perrita rascaba la puerta con intenciones de abandonar el lugar.
Daba la sensación de haber recuperado su antigua facha.
Pasaron treinta años de ese extraordinario día, cada tanto ando por el barrio y me hago de unos minutos para pasar por la casa de doña Filipa, ahora acompañado por mis hijos que son festejados por Virulana que los recibe con saltos y volteretas, chillándoles en señal de reconocimiento, anunciándonos.
Intento convencerme que no es el mismo animal que conocí en la niñez.
Filipa siempre conservando su aspecto, por los chismes de algunos vecinos ahora se especializa en aliviar el asma.
Don Carlos, con casi noventa años, cada vez que me ve se acerca para comentar algo; días atrás, dijo, mientras podaba la parra, vi a través del tapial a doña Filipa dirigirse al galponcito, por culpa de estas cataratas, no distinguí bien, pero creo que entre las manos llevaba unas velas.
Velas azules.