Pretendo tener presente cómo era mirar a través de los ojos de niño.
Hoy encuentro en esa práctica un sabor lleno de melancolía.
Noto que no he vuelto a percibir la luminosidad de los colores.
En la medida de las experiencias todo se fue opacando y la propia vida que cada uno reflejaba mermó olvidándose como cualquier objeto extraviado en un cajón.
Nada vuelve a pertenecer a la imagen real que atesoran los recuerdos.
Ir a la cancha de la mano de mi padre, compartiendo el tibio sol de una tarde otoñal no ha sido posible reproducirla en todas las estaciones transcurridas y en variadas circunstancias similares, más allá que en ese rincón esta acaparada gran parte de mi felicidad.
Abril es un mes luminoso en Santa Fe. Todo se predispone para experimentar bellas sensaciones que se repiten todos los años mas allá de algún acontecimiento desgraciado.
La memoria es un ejercicio desdichado, valernos de invocaciones es descubrir en gran parte no estar conforme con el presente que transitamos.
¿Dejamos de reír porque con los años somos menos felices o somos menos felices porque dejamos de reír?
Algunos opinan que arrastramos traumas, es real, pero también existen bálsamos que no reducen todo a esas condiciones que no excitan la dicha.
Vivir los altibajos es encontrar un motivo aparente, un estado revela que en contrapartida existe lo otro, lo que hace que tomemos una razón plena de que existimos en una realidad palpable y a su vez etérea.
Volvernos chiquillos circula sobre dos sendas, una el propio deterioro de envejecer y llegar al final a la inversa, cuando todo empieza a caducar y el único consuelo es la comparación de prepáranos para comenzar otra vez la rueda.
La otra es imitarlos sosteniendo a lo largo de los tiempos la frescura que se experimenta por transitar la alegría.
Un universo que dura muy poco y se desintegra en la medida que la conciencia desplaza la inocencia.
Aceptar que recorrer el camino más fácil está emparentado con las condiciones en que hemos sido concebidos.
Los dones resultan una marca de fábrica y coincido en la opción que cada uno debe descubrir el propio.
Responder a un mandato que posiblemente se manifieste en revelar la ingenuidad de cada cual.
Los días nublados tenían su propio encanto, experimentábamos un mundo donde la escala de los grises daba otro matiz a todo lo que abarcaba, se acentuaban y era el plazo en que las sombras decidían dejar de ser esa compañera inseparable.
Aguardábamos ser sorprendidos en cualquier momento por un suceso extraordinario, oliendo en el aire que algo distinto estaba a punto de ocurrir.
Los sentidos exigidos al máximo y el aroma a tierra mojada precedía al rumor de los truenos en la lejanía.
Las corridas, los tropezones, un lugar desde donde observar la tormenta, los corazones agitados, la ropa pegándose al cuerpo y el temblor leve por el cambio de temperatura logrando el estremecimiento propio que produce experimentar la felicidad.
Enamorarse por primera vez.
Desorientarnos por el accionar de como los entornos reaparecen agradables cuando estamos al lado de quien nos perturba.
En esa etapa atrapábamos el tiempo, todo giraba en un instante que resultaba eterno, nada ni nadie tenía el suficiente poder para interponerse entre lo mágico y lo tangible.
El universo permanecía inmutable y esos intervalos perduraban para siempre.
Rememoramos aquellos que ya no nos acompañan, sin embargo, esos requerimientos responden a las situaciones que evocan una sonrisa, la tristeza socorre cuando empezamos a tomar el rol de adultos y nos quedamos con la parte de la zozobra, cuando entramos en esa etapa que todo se acerca al límite de existir.
Tenemos guardado dentro lo mejor de cada uno, algo que aflora en contadas ocasiones, pero resulta el antídoto que termina salvándonos.
Eso por lo que trabajamos toda la trayectoria, esos actos heroicos que pretendemos emular y a los cuales adherimos son la coincidencia de esa alma incorruptible que gestamos a partir de los primeros años, cuando la pureza solo tenía contacto con el legítimo diálogo del infinito.
Nada es comparable a la expresión que representa una sonrisa.
Es el sello de la infancia, el tiempo propio de lo inmortal, el sustento del pasado y el aprender a andar el camino de la eternidad.
Si persistiéramos con la frescura propia de la simplicidad, este sería un mundo mejor.
Luis Arturo Lomello