Nunca entendí mucho eso de que las estrellas se encienden o se apagan.
De chico, alguna vez, sospeché que cada vez que descubría una era el alma de alguien que dejaba el plano terrestre y emigraba al cielo.
Mi conciencia de niño se conformaba cuando enfrentaba la tragedia de esa ausencia en mis seres queridos.
Asociar el cielo tiene que ver con la manera en que somos orientados hacia el umbral de la fe. Justificar el arrebato que no es más que la propia consecuencia de vivir.
Desarrollarse hasta el instante que creemos haber dado todo y de pronto quedamos sin nada más para ofrecer y traspasar a otro plano donde seguramente arrancaremos con una voluntad renovada.
No es fácil dar condolencias a quien se queda sin un padre, hijo o hermano.
El intento de consuelo resulta estéril por que no existe palabra adecuada para mitigar la tristeza de quien la padece.
Aceptar el vacío es demostrar la resignación, solo por no soportar con certeza de lo que sucede es lo mejor.
En la razón encontramos las respuestas de todo ese pasado que da satisfacción a nuestra actuación con respecto a ese amar incondicional que durante tiempo presente fue construyendo ese vínculo que hoy desaparece en lo concreto.
Si vivir termina resultando recordar; las memorias son mezquinas. Tenemos la necesidad de ejercer la facultad de los sentidos.
Una caricia es suficiente.
Un susurro a quien teme en una pesadilla. Un abrazo conteniendo la congoja.
Nunca abandonamos una porción de la inocencia que nos caracteriza en la primera parte del recorrido.
Encontramos protección en todo aquello que produce bienestar. Pretendemos hacernos cargo de las tareas que no resultan gratas.
Pero quien en verdad ama asume esos trastornos y los transforma en dicha.
Disimula darse cuenta de lo trágico y disfruta de esos instantes de felicidad que le permite experimentar quien es comprendido.
Una expresión lo dice todo.
Es el premio que acaricia nuestra alma cuando todo empieza a indicar que el final se aproxima. Comprender a quien actúa con amor es algo que revela esa conciencia que todo lo abarca y se ocupa de aquellos que en verdad nos necesitan.
Los desprotegidos siempre forman parte de las cuestiones sin respuestas aparentes. Las situaciones que dejan felicidad son invisibles.
Inexplicables.
Una madre que se afana por aliviar a un hijo enfermo, más allá de la paradoja, experimenta una satisfacción que resulta contradictoria al momento que le toca enfrentar.
Seguro estoy que, de poder elegir, nadie optaría padecer, pero sobre ese escenario no encuentro nada que me permita encontrar una justificación.
Todos toleramos.
La alegría termina cuando logramos la calma.
Ya nada queda por hacer, lo finito se torna irrevocable. La potestad que suponíamos, ser parte, no es tal.
El resultado es descubrir que a quien asistíamos permitía que así fuese.
Habernos merecido ser amados, deja por sentado, que la labor no fue en vano, que aquel que recibió nuestro cariño permitió que sucediera, y la mayor demostración de su afecto es esa última sonrisa que nos dedicó en la intimidad del más profundo silencio.
Autor: Luis Arturo Lomello.